Érase una vez, un niño
en un lejano lugar en el cual las montañas se alzaban tan altas que la vista no
alcanzaba a divisar sus cimas. Con enormes y frondosos árboles que sabían
proteger de las inclemencias del tiempo, según fuese la estación del año, y en
donde los ríos fluian como mecidos al compás de una suave melodía al pasar, a
la vez que un cielo transparente, con vida propia, cubría todo aquello cual
cúpula imponente.
Aquel niño, pasaba
largas temporadas en una pequeña aldea, situada en ese acogedor paisaje y
compuesta de pequeñas casitas de piedra. De entre todas ellas, había una que
era más grande que el resto y en ella se
reunían las gentes del lugar, para charlar, buscar compañía o simplemente
estar. Hubo un tiempo, en el cual, aquella gran casa sirvió como templo, y en
él tuvieron lugar grandes rituales y una
fuente para calmar la sed……pero eso ya pasó.
Ese fue el entorno y el
lugar en donde aquel niño aprendió a andar. Allí dio sus primeros pasos. Allí
supo lo que era sentirse a sí mismo y observar
lo que le rodeaba, a la vez que jugaba y andaba en la dirección que quería.
Jugar, eso era lo mejor.
Se pasaba todo el día jugando y corriendo hasta el momento que alguien de su
familia lo mandaba para casa, esos eran los únicos momentos en los que dejaba
de jugar.
Él, se sentía un niño
con mucha suerte porque era feliz. Tan sólo había una cosa que a veces echaba
de menos, la compañía de otros niños. En los días de mucho calor, otros niños
cómo él habitaban la aldea, pero eran pocos en comparación con todos los días
que él estaba por ahí. Pero eso, no era un problema. En realidad no se sentía
sólo, pues estaba bien acompañado….
Estaban sus abuelitos y sus
padres, pero con ellos le ocurría que se cansaban pronto de jugar! Siempre estaban trabajando y les costaba reírse.
Hablaban de temas que él no entendía….
Tan sólo había una cosa que sí hacía con ellos y que le entusiasmaba: ir a ver
a los animales! Ese día el niño era el primero en levantarse, ya que esos días
madrugaban mucho. Iban a por los huevos de las gallinas, a ordeñar a las cabras
y a llevarlas al monte. Echaban de comer a los conejos, a los cerdos y sacaban
a los machos de la cuadra para que fuesen a beber agua. Después de todas esas
tareas, que para el niño eran puro juego, le quedaba todo el resto del día
libre.
¿ Que es lo que hacia durante su tiempo libre?.
Ahí es donde aparecía su gran amiga Luna. Luna era una perra de la raza pastor alemán.
Era muy grande, dos veces el tamaño del niño y sin exagerar!. Se pasaban todo
el día juntos. Jugaban, jugaban y
volvían a jugar!. Se marchaban al monte a tirarse por pequeñas laderas, a
pelearse, a pillar, al esconderite…. Había una unión entre los dos que los
hacia inseparables. Tan solo una sola cosa los obligaba a separarse por
momentos y era cuando el abuelito del niño se llevaba a Luna a trabajar al monte.
Luna se encargaba de guiar al rebaño monte arriba para que comiesen hierba y el
niño, en principio no los podía acompañar. Pero entonces, el abuelo no tenía
más remedio que llevárselos a los dos, ya que si el niño no podía ir, Luna
tampoco! En alguna ocasión, el abuelo le había dado vacaciones a Luna para que
se quedara con el niño y siguieran jugando.
Aquel niño se pasaba horas
viendo como actuaba Luna. Le encantaba lo contenta que se ponía cuando le bajaba
comida a la calle, o cada vez que se
veían, o cuando corría y cuando se escapaba del abuelo para no ir a trabajar…
era una perra feliz, como el niño.
También se fijaba mucho
en como se limpiaba los dientes con los huesos que se encontraba por el monte,
o cuando se duchaba con el agua de la lluvia en invierno. También la observaba
cuando se bañaba en los ríos en verano, y cuando dormía en la calle, hubiese nieve,
viento o lluvia. Aunque hiciese frío o calor, Luna dormía a la intemperie.
Menos cuando alguna vez que podía, el
niño le abría la puerta del corral para que se protegiese durmiendo en la paja junto
a los mulos. Ese niño tenia claro que su relación con luna era maravillosa, se leían
los pensamientos y se querían con amor ya que la mirada de Luna se lo decía.
Pero cuando pasaba un
tiempo, el niño debía de regresar a su casa habitual situada en una pequeña
ciudad no muy lejana de allí. Por ese tiempo, se despedía de Luna, de la aldea
y de su maravilloso entorno.
Un día, cuando por fin
regresó a aquel lugar de fantasía, en gran parte gracias a la presencia de Luna,
se encontró con que ésta no fue a recibirlo como de costumbre. Fue corriendo
hacía la casa de sus abuelitos para preguntarles donde estaba Luna y su
abuelito le respondió que Luna le había dejado un recado para él: Que se había
tenido que marchar con sus aires de libertad a volar por el cielo. Que algunas
noches la vería en forma de estrella grande y luminosa, la cual le iluminaría
en las noches oscuras en el monte.
Desde entonces, cada
noche que ese niño ve por casualidad a esa estrella, le da las gracias por todo
lo que compartió y aprendió de ella.
maravilloso
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